jueves, 7 de abril de 2016


Volver al centro


por Fernando Diez
 noviembre de 2005
No es un secreto que el centro de Buenos Aires ha venido vaciándose de actividades y vecinos. Muchos recordamos el triste éxodo de los cines, algunos simplemente demolidos, otros humillados, convertidos en vulgares playas de estacionamiento. Así como las sastrerías y zapaterías se fueron desplazando hacia el norte y transformándose en boutiques en los años 70 y luego en maisons en los 90, otra buena parte de los comercios fueron despojados de clientes por los grandes shoppings, abiertos mayoritariamente en barrios alejados o en los suburbios. Languidecieron por un tiempo y luego debieron elegir entre mudarse a esos mismos shoppings o desaparecer para siempre.
Ese éxodo hizo del centro un lugar de menor interés, adonde se acude a trabajar en grandes edificios de oficinas o a realizar trámites en reparticiones del Estado, pero que se abandona por la tarde y se hunde en las sombras y la desolación por la noche. Y aunque el turismo haya revivido muchos locales que durante la crisis permanecieron tapiados, se trata de una tendencia que se manifiesta, persistente, desde hace mucho tiempo y que no promete detenerse.
También las oficinas se desplazaron hacia el norte, en un movimiento que en los últimos años ha llevado algunas sedes corporativas a barrios como Belgrano, Núñez y Vicente López, por no mencionar los aún más radicales desplazamientos a los suburbios, tales los casos de Bayer, Roche y Ford. Incluso las imponentes casas matrices de los bancos comienzan a perder sentido, reemplazadas por infinidad de sucursales electrónicas dispersas por la ciudad.
Ahora que la identidad de los bancos no descansa en la solidez de la arquitectura, sino en la comunicación de la marca y la publicidad en los medios, varias casas matrices no encuentran un destino razonable, a pesar de su magnificencia y ubicación.
Estas y otras situaciones similares hacen que cientos de edificios de gran calidad arquitectónica, que originalmente estaban destinados a oficinas, viviendas o comercios, queden sin destino posible. En lo que se llama el macrocentro, se suman a esta lista viejos, pero nobles edificios industriales o depósitos que tampoco encuentran una nueva función.
Entre los urbanistas es conocido el triste destino de ciudades estadounidenses que en los últimos cincuenta años sufrieron el continuo éxodo de sus pobladores y cuyos centros se convirtieron en zonas exclusivamente de trabajo. Una vez que ese movimiento hubo comenzado, ya no se detuvo hasta vaciar completamente la ciudad, porque se convirtió en un proceso autoalimentado: cuantos más vecinos abandonaban el área central por los suburbios, esas mismas personas volvían todos los días al centro en automóvil, saturando de ruido las calles y produciendo una demanda de estacionamiento que hizo que el destino más rentable de cualquier edificio central, por bueno o elegante que fuera, consistiera en demolerlo y convertirlo en una playa de estacionamiento. Las fotos aéreas de ciudades como Houston o Phoenix muestran esa pesadilla de docenas de manzanas enteras convertidas en los estacionamientos que rodean los racimos de torres de oficinas.
Ese ya ha sido el destino individual de muchos edificios en Buenos Aires, transformados en más rentables playas de estacionamiento. Su pérdida no es sólo la del capital económico de una estructura construida: también la de su arquitectura y un espacio urbano que comienza a deteriorarse a medida que las calles pierden la continuidad de sus fachadas y las actividades que las mantienen vivas.
Ya nos estamos acostumbrando a que enormes edificios céntricos permanezcan tapiados por años esperando un destino que nunca les llega. Sin que nadie se lo propusiera, se han creado las condiciones para su extinción: sus propietarios esperan venderlos a un valor al que nadie quiere comprarlos, pues su elegante arquitectura ya no es funcional a nuevas necesidades y las actuales normas de edificación no permiten reutilizar sus superficies construidas, muchas veces mayores que las ahora permitidas para esas mismas localizaciones. El resultado es una parálisis que no alienta a demolerlos ni a reformarlos.
Las grandes ciudades europeas con importantes patrimonios edilicios han venido ocupándose desde hace años de hacer viables sus edificios viejos, encontrando los caminos para reconvertirlos a nuevas funciones.
Que esto no es algo imposible en Buenos Aires lo demuestra el reciclaje de muchos edificios que, habiendo sido declarados de valor patrimonial, obtuvieron el privilegio de normas especiales y un tratamiento particularizado, lo que permitió su reciclado para nuevos usos. Tal es el caso de fabricas convertidas en residencias, o viejos y espaciosos pisos residenciales convertidos en mayor cantidad de modernos departamentos; edificios de oficinas convertidos en hoteles de turismo y depósitos en comercios o centros culturales, como el edificio del diario La Prensa, que fue convertido en Casa de la Cultura de la Ciudad.
Pero ocurre que la integridad y vitalidad del centro no depende solamente de unos pocos edificios excepcionales, sino de una infinidad de edificios genéricos, muchos de los cuales son de notable calidad arquitectónica y constructiva, esenciales para preservar la memoria urbana en el paisaje de calles y rincones que le dan a Buenos Aires su identidad y carácter. Quizá la creciente afluencia turística sirva para dar utilidad a muchos de estos edificios, pero también para percatarnos de que aquello que los turistas vienen a ver es precisamente lo que el centro está perdiendo, un patrimonio edificado que, en ese sentido, también es un capital económico para la ciudad.
Otras ciudades han movilizado sus fuerzas y reformado su legislación para ayudar a preservar la vida de sus centros urbanos. En São Paulo, el movimiento Viva o Centro promueve acciones de este tipo, y desde Nueva York hasta Chicago, las grandes ciudades americanas que no perdieron sus centros intentan lo mismo: conservar la memoria de la ciudad en sus lugares y edificios notables y, a la vez, mantenerlos vivos, llenos de actividades y vida económica, útiles para la sociedad no solamente como recuerdo, sino también como un hábitat privilegiado.
Nadie promueve voluntariamente la destrucción y el vaciamiento del centro, pero es necesario comprender que si no se toman medidas proactivas para su revitalización y el reciclaje de sus edificios, la mecánica del proceso amenaza con destruirlo. Algunas iniciativas del gobierno de la ciudad marchan en este sentido, pero es preciso que toda la dirigencia política se comprometa en ello y la sociedad tome conciencia de la urgencia de acelerar y multiplicar esos esfuerzos.
Volver a poblar el centro es una buena posibilidad, destrabando el reciclaje de viejos edificios, racionalizando el transporte público, vaciando de autos sus calles y saneando el espacio público. Volver al centro, antes que desaparezca por completo. Algo que no sucederá en un solo día, pero de lo que sólo podríamos percatarnos cuando ya hubiera sucedido. .
El autor es doctor, arquitecto especialista en desarrollo urbano y medio ambiente, profesor en la Universidad de Palermo.

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