El sentido común
Jorge
Majfud *
Cierta vez me llamaron para dar una explicación a una falla
constructiva. Un tanque de agua de cinco mil litros se había fisurado de forma
irreparable. Cuando llegué manaban gruesos chorros de agua por las paredes y
por el fondo del magnífico cilindro. La razón era técnicamente obvia, pero
entonces me interesó el proceso. Pedí hablar con el constructor, quien resultó,
como era la costumbre, un hombre pragmático, “hecho en obra”.
Siempre sentí admiración por este tipo de profesional sufrido, “sin
escuela”, por otra parte indispensable en la construcción de cualquier edificio
y en la construcción de la sociedad toda. Pero una cosa es reconocer un
esfuerzo, un mérito, y otra engañarnos. Sin obreros no se construyen torres,
pero sin teóricos tampoco.
–No me explico –me decía C., entre perplejo y herido en su orgullo–, he
construido decenas de tanques más grandes que éste y jamás tuve problema
alguno.
–¿Tanques más grandes que éste?
–Sí, el doble más grandes que éste y con los mismos materiales.
Nuestro amigo había construido durante años tanques con el doble de
capacidad. Es decir, tanques con más de veinte mil litros. Pero, casualmente,
de alturas mucho menores. Evidentemente, podría haber construido tanques diez o
cien veces más grandes. El tamaño no importa a los efectos hidráulicos. Lo que
importa es la altura. Un delgado tubo de dos metros de alto ejerce
progresivamente sobre sus partes más bajas mucho más presión que el Océano
Pacífico a un metro de profundidad. Esto, que es obvio para cualquiera que haya
tomado unas pocas clases de Física, no lo era para el experimentado hombre de
obra.
El razonamiento del “hombre práctico” se revelaba demasiado simple. Una
relación causa-efecto. Sin embargo, la intuición, que siempre tiene muy buen
tacto, suele ser ciega. La cadena causa-efecto es, antes que nada, una
construcción mental, y si omitimos o confundimos las causas, los nuevos efectos
pueden ser desastrosos. Bastaría con observar los resultados de los conflictos
mundiales. Sobre todo cuando quienes tienen la voz de mando en el mundo tienen
al mismo tiempo una visión anacrónica de la realidad, del proceso histórico y
se ufanan de su ignorancia en nombre de la acción. La ventaja de la
construcción es que los desastres quedan a la luz; en la política, aunque haya
una diferencia de cien mil muertos, simplemente se los justifica: los errores
se convierten en convicciones y los muertos en héroes, mártires o simples
efectos colaterales.
Normalmente tampoco coincide la percepción intuitiva de un problema con
sus razones teóricas. En la creación de nuevas teorías es fundamental la
intuición, pero cuando la intuición bajo el epíteto de “sentido común” se
enfrenta a una teoría confirmada, por regla pierde. El sentido común suele ser
una intuición o una percepción deformada por una práctica o por viejas teorías
arraigadas en la sociedad y casi siempre superadas entre los llamados
“teóricos”.
En mi breve experiencia como arquitecto “demasiado joven”, debí
enfrentarme siempre con el prejuicio de orgullosos hombres “hechos en la práctica”
de los años acumulados. Con frecuencia observaba la repetición de errores ad infinitum, salvados de la catástrofe sólo por la escala menor de las obras y por
la generosidad del despilfarro de los más pobres.
En otra obra que dirigí en Uruguay para una empresa española, estuve un
par de veces al borde de la tragedia. La última vez, varios operarios se
salvaron poco antes de que reventara una enorme cámara de agua. Esta vez el
error provenía de los cálculos originales de los técnicos de la empresa. Después
de fallar en las pruebas de resistencia y de intentar en vano reparar el
problema repetidas veces usando el mismo método, decidí rediseñar parte de la
estructura aplicando únicamente conceptos teóricos. Cuando a la mañana
siguiente llegué a obra con los nuevos planos, el capataz (el jefe de obra)
tomó dos frágiles bloques huecos que estaban indicados en el plano y, golpeando
uno contra el otro, los deshizo. Con ironía, me preguntó:
–Arquitecto, ¿con esta mierda vamos a contener cincuenta mil litros de agua?
Cerré los ojos y le dije:
–Simplemente, hágalo.
Afortunadamente para mí, de esa forma se solucionó en dos días y con
menos material un problema que llevaba un mes sin pasar las pruebas y las
inspecciones del gobierno.
Unos años después mi padre sufrió un doble infarto y fue operado del
corazón. Antes de entrar a la sala de operaciones, advirtió, con sorpresa y
desconfianza, que el equipo de médicos estaba liderado por “muchachitos”. Esos
muchachitos le sacaron el corazón, como en un ritual azteca, lo reconstruyeron
durante horas y se lo volvieron a colocar en su lugar, devolviéndole de esa
forma la vida. Mi padre, también un “hombre de práctica”, con su tendencia
liberal a aceptar el valor ajeno, contó la anécdota con entusiasmo.
No hace mucho, un político norteamericano, molesto porque en las
universidades se enseñaba una teoría que iba contra sus principios religiosos,
propuso que sólo se enseñaran “hechos” y no teorías. Para eso se pagan los
impuestos: para obtener resultados prácticos. Como todo político investido
repentinamente de un poder excesivo, se mantuvo en la común superstición de que
las leyes lo arreglan todo. El problema surge apenas nos preguntamos qué se
entiende en historia o en física cuántica por hechos. La respuesta, sea cual
sea, es, naturalmente, una teoría. O algo mucho peor: una hipótesis ligera, una
opinión.
Si aceptamos que el arca de Noé es un hecho y la teoría de la evolución
de Darwin es sólo una teoría, habría que decir que los hechos dependen de una
fe y no de pruebas materiales, porque de la barca no quedan muchos rastros
aparte de la referencia de las Sagradas Escrituras. Por otra parte, no creo que
un religioso debiera molestarse porque alguien diga que para aceptar la
historia de la barca de Noé es necesaria más fe que pruebas científicas. La
misma fe que se necesita para afirmar que Noé puso en una barca a billones de
especies animales y vegetales –incluyendo canguros, pingüinos y peces de agua
dulce– sin recurrir, al menos, a la posibilidad de que haya metido sólo algunas
que fueron “el origen a las especies” más diversas que surgieron después, evolución
mediante. Por otra parte, lo que se puede probar no necesita de ningún acto de
fe, razón por la cual no entiendo el celo y la competencia de algunos
religiosos con respecto a las ciencias.
Está de más recordar que si eliminamos la enseñanza de “teorías” en las
universidades deberíamos proscribir no sólo las Humanidades sino todas las
ciencias, desde sus raíces. ¿O alguien piensa que el hombre ha llegado a la
Luna practicando salto en alto?
Es común en la historia ver a artesanos y obreros de taller inventando
objetos con admirables resultados prácticos. Sin embargo, estos “hombres de
práctica” no fueron inventores gracias a su sentido común sino todo lo
contrario: fueron hombres prácticos que construyeron con una imaginación
teórica, superando fracasos en el esfuerzo de dar respuestas teóricas a
problemas prácticos. Es decir, hombres y mujeres de teoría; problematizadores
de la realidad, no simplificadores.
Recientemente un aventajado alumno de uno de mis cursos de literatura me
hacía ver que en inglés common sense también se dice horse sense. Me llamó la
atención el sinónimo en un pueblo que se ufana de su practicidad. En español no
decimos “sentido de caballo”, para referirnos al sentido común. Al menos en el
Río de la Plata “entrar como un caballo” significa actuar con ingenua
imprudencia. Sin duda que un caballo tiene más sentido común que cualquiera de
nosotros. De hecho, en español con frecuencia se dice que tener “sentido común”
es tener “los pies en la tierra”. Como los caballos, que hasta duermen parados.
* Escritor uruguayo.
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