sábado, 27 de mayo de 2017

TP Nro. 1: Nota o columna de opinión (dos fuentes)

Volver al centro

por Fernando Diez
noviembre de 2005

No es un secreto que el centro de Buenos Aires ha venido vaciándose de actividades y vecinos. Muchos recordamos el triste éxodo de los cines, algunos simplemente demolidos, otros humillados, convertidos en vulgares playas de estacionamiento. Así como las sastrerías y zapaterías se fueron desplazando hacia el norte y transformándose en boutiques en los años 70 y luego en maisons en los 90, otra buena parte de los comercios fueron despojados de clientes por los grandes shoppings, abiertos mayoritariamente en barrios alejados o en los suburbios. Languidecieron por un tiempo y luego debieron elegir entre mudarse a esos mismos shoppings o desaparecer para siempre.
Ese éxodo hizo del centro un lugar de menor interés, adonde se acude a trabajar en grandes edificios de oficinas o a realizar trámites en reparticiones del Estado, pero que se abandona por la tarde y se hunde en las sombras y la desolación por la noche. Y aunque el turismo haya revivido muchos locales que durante la crisis permanecieron tapiados, se trata de una tendencia que se manifiesta, persistente, desde hace mucho tiempo y que no promete detenerse.
También las oficinas se desplazaron hacia el norte, en un movimiento que en los últimos años ha llevado algunas sedes corporativas a barrios como Belgrano, Núñez y Vicente López, por no mencionar los aún más radicales desplazamientos a los suburbios, tales los casos de Bayer, Roche y Ford. Incluso las imponentes casas matrices de los bancos comienzan a perder sentido, reemplazadas por infinidad de sucursales electrónicas dispersas por la ciudad.
Ahora que la identidad de los bancos no descansa en la solidez de la arquitectura, sino en la comunicación de la marca y la publicidad en los medios, varias casas matrices no encuentran un destino razonable, a pesar de su magnificencia y ubicación.
Estas y otras situaciones similares hacen que cientos de edificios de gran calidad arquitectónica, que originalmente estaban destinados a oficinas, viviendas o comercios, queden sin destino posible. En lo que se llama el macrocentro, se suman a esta lista viejos, pero nobles edificios industriales o depósitos que tampoco encuentran una nueva función.
Entre los urbanistas es conocido el triste destino de ciudades estadounidenses que en los últimos cincuenta años sufrieron el continuo éxodo de sus pobladores y cuyos centros se convirtieron en zonas exclusivamente de trabajo. Una vez que ese movimiento hubo comenzado, ya no se detuvo hasta vaciar completamente la ciudad, porque se convirtió en un proceso autoalimentado: cuantos más vecinos abandonaban el área central por los suburbios, esas mismas personas volvían todos los días al centro en automóvil, saturando de ruido las calles y produciendo una demanda de estacionamiento que hizo que el destino más rentable de cualquier edificio central, por bueno o elegante que fuera, consistiera en demolerlo y convertirlo en una playa de estacionamiento. Las fotos aéreas de ciudades como Houston o Phoenix muestran esa pesadilla de docenas de manzanas enteras convertidas en los estacionamientos que rodean los racimos de torres de oficinas.
Ese ya ha sido el destino individual de muchos edificios en Buenos Aires, transformados en más rentables playas de estacionamiento. Su pérdida no es sólo la del capital económico de una estructura construida: también la de su arquitectura y un espacio urbano que comienza a deteriorarse a medida que las calles pierden la continuidad de sus fachadas y las actividades que las mantienen vivas.
Ya nos estamos acostumbrando a que enormes edificios céntricos permanezcan tapiados por años esperando un destino que nunca les llega. Sin que nadie se lo propusiera, se han creado las condiciones para su extinción: sus propietarios esperan venderlos a un valor al que nadie quiere comprarlos, pues su elegante arquitectura ya no es funcional a nuevas necesidades y las actuales normas de edificación no permiten reutilizar sus superficies construidas, muchas veces mayores que las ahora permitidas para esas mismas localizaciones. El resultado es una parálisis que no alienta a demolerlos ni a reformarlos.
Las grandes ciudades europeas con importantes patrimonios edilicios han venido ocupándose desde hace años de hacer viables sus edificios viejos, encontrando los caminos para reconvertirlos a nuevas funciones.
Que esto no es algo imposible en Buenos Aires lo demuestra el reciclaje de muchos edificios que, habiendo sido declarados de valor patrimonial, obtuvieron el privilegio de normas especiales y un tratamiento particularizado, lo que permitió su reciclado para nuevos usos. Tal es el caso de fabricas convertidas en residencias, o viejos y espaciosos pisos residenciales convertidos en mayor cantidad de modernos departamentos; edificios de oficinas convertidos en hoteles de turismo y depósitos en comercios o centros culturales, como el edificio del diario La Prensa, que fue convertido en Casa de la Cultura de la Ciudad.
Pero ocurre que la integridad y vitalidad del centro no depende solamente de unos pocos edificios excepcionales, sino de una infinidad de edificios genéricos, muchos de los cuales son de notable calidad arquitectónica y constructiva, esenciales para preservar la memoria urbana en el paisaje de calles y rincones que le dan a Buenos Aires su identidad y carácter. Quizá la creciente afluencia turística sirva para dar utilidad a muchos de estos edificios, pero también para percatarnos de que aquello que los turistas vienen a ver es precisamente lo que el centro está perdiendo, un patrimonio edificado que, en ese sentido, también es un capital económico para la ciudad.
Otras ciudades han movilizado sus fuerzas y reformado su legislación para ayudar a preservar la vida de sus centros urbanos. En São Paulo, el movimiento Viva o Centro promueve acciones de este tipo, y desde Nueva York hasta Chicago, las grandes ciudades americanas que no perdieron sus centros intentan lo mismo: conservar la memoria de la ciudad en sus lugares y edificios notables y, a la vez, mantenerlos vivos, llenos de actividades y vida económica, útiles para la sociedad no solamente como recuerdo, sino también como un hábitat privilegiado.
Nadie promueve voluntariamente la destrucción y el vaciamiento del centro, pero es necesario comprender que si no se toman medidas proactivas para su revitalización y el reciclaje de sus edificios, la mecánica del proceso amenaza con destruirlo. Algunas iniciativas del gobierno de la ciudad marchan en este sentido, pero es preciso que toda la dirigencia política se comprometa en ello y la sociedad tome conciencia de la urgencia de acelerar y multiplicar esos esfuerzos.
Volver a poblar el centro es una buena posibilidad, destrabando el reciclaje de viejos edificios, racionalizando el transporte público, vaciando de autos sus calles y saneando el espacio público. Volver al centro, antes que desaparezca por completo. Algo que no sucederá en un solo día, pero de lo que sólo podríamos percatarnos cuando ya hubiera sucedido. .

El autor es doctor, arquitecto especialista en desarrollo urbano y medio ambiente, profesor en la 
Universidad de Palermo.


“La ciudad global está segregada por clase social”

La urbanista Zaida Muxí cuestiona la división de las ciudades actuales en espacios abandonados y los destinados al turismo. 
(12 de noviembre de 2005)


“La ciudad global está segregada por clase social y no hay ninguna búsqueda de igualdad, el que pueda pagar se salva y el que no, a la jungla.” Argentina radicada hace ocho años en España, la arquitecta y urbanista Zaida Muxí pasó por Buenos Aires para hablar sobre el uso del espacio público en las ciudades actuales. Criticó la “museificación” de la ciudad, entendida como la puesta a punto de zonas aptas –bellas y seguras– para el consumo de los turistas extranjeros, frente a la “ciudad del abandono, de los que perdieron”. Además, reivindicó la ocupación del espacio público en las protestas: “Hay que respetar cierto orden, pero a los problemas hay que hacerlos evidentes en las calles, si no la gente no los ve”.

Las frases de Muxí son una síntesis de su preocupación por la globalización. Su mirada combina también la sociología y el urbanismo.
Muxí trabaja en el Urban Technology Consulting, cuyo director es el prestigioso urbanista Jordi Borja. En su último libro La arquitectura de la ciudad global, describe los efectos de la globalización en las ciudades contemporáneas, haciendo foco en Buenos Aires.

–Allí habla de macdonalización y disneylandificación de la ciudad, ¿podría explicar estos conceptos?
–No son míos, el de macdonalización es de Jeremy Rifkin y el de disneylandificación es de John Hanningan. Son dos conceptos del mundo empresarial que se transfieren a otros ámbitos. El primero es la apariencia de un espacio agradable, que esconde una programación muy estudiada a gran escala. Yo lo traslado a la manera de ser de la ciudad actual, donde tenemos que ser más consumidores y menos ciudadanos; perder cualquier espíritu crítico frente a la realidad, donde lo único que nos interesa es la diversión. Disneylandificación es parecido. Es un juego pero todo está pautado, como en Disney, donde sus trabajadores no tienen derechos gremiales, no pueden manifestarse, todo está hiperlimpio...

–¿Cómo se aplican a Buenos Aires?
–Cuando empecé llevaba 8 años fuera. Y vista de afuera Buenos Aires era un castillo de cristal, todo era fantástico, era el Primer Mundo... La gente me decía en España “pero si Buenos Aires está súper bien”. Y yo respondía: “No está bien, si miras más allá”. La globalización es una nueva etapa productiva que está marcada por las nuevas tecnologías, por la dispersión en el planeta de la producción, no es como la fábrica fordista donde estaba todo en el mismo sitio, hoy ni se sabe quién es el dueño de nada, se diseñan campañas en un lado, productos en el otro, se envasa en otro y se distribuye de otra manera. Entonces, pensé que esta manera tenía que afectar a las ciudades. La conclusión es que es una ciudad tardo racionalista. La ciudad racionalista es la de entreguerras que intenta responder a los problemas de la ciudad posindustrial, contaminada, con una nueva clase obrera que vive de manera terrible en las ciudades europeas. Se piensa que la manera de solucionar esto es separar la vivienda de las zonas de trabajo y de las zonas de ocio o recreo. La ciudad global vuelve a tomar esos elementos con la diferencia que enmascara estas separaciones, las disfraza de diversidad, está segregada por clase social y no hay ninguna búsqueda de igualdad, el que pueda pagar se salva y el que no, a la jungla.

–¿Hay alguna manera de escapar a las ciudades globales?
–Creo que hay grados. Cuanto más desigual es la sociedad más se nota esta división. Yo diría que no porque no, hay salida sostenible del modelo en que vivimos, así que en algún momento ha de reventar. Pero creo que antes podríamos revertir las ciudades para no llegar a eclosiones graves como hasido aquí en la crisis del 2001 o Los Angeles en los ’90, cuando la gente pobre toma las calles...

–A pocos años de la crisis, en Buenos Aires ya hay zonas como Palermo o Las Cañitas que están como en los ’90...
–Sí, ahora vuelve a ser un sitio muy rentable para la inversión extranjera. Porque así como en el planeta somos un 20 por ciento los que disfrutamos el beneficio de los recursos, en las ciudades se repite el esquema. Siempre habrá un 15 o 20 por ciento que podrá consumir y para ellos se construyen estas escenografías del lujo y de la segregación. Y todo es cada vez más segregado, vigilado, cerrado porque cada vez es más contrastada la diferencia con el otro. Y para el dinero global, que necesita rentabilidad inmediata, la ciudad se convierte en una fuente de garantía de rendimiento. La mayoría de las inversiones en Puerto Madero las hace gente que compra proyectos y antes de que los edificios estén levantados han vendido al doble. Es total especulación.

–¿No se ha aprendido nada de la crisis?
–No se ha replanteado nada.

–Sí hay otro uso del espacio público, el de las marchas.
–Así como el que tiene puede exhibir sus riquezas en la calle, el que no tiene puede exhibir sus pobrezas. El tema es que, como en todas las ciudades, para hacer una marcha hay que pedir permiso. Yo creo que habría que respetar cierto orden, pero me parece que a los problemas hay que hacerlos evidentes en las calles, si no la gente no los ve.


miércoles, 24 de mayo de 2017

El sentido común

El sentido común


Jorge Majfud *


Cierta vez me llamaron para dar una explicación a una falla constructiva. Un tanque de agua de cinco mil litros se había fisurado de forma irreparable. Cuando llegué manaban gruesos chorros de agua por las paredes y por el fondo del magnífico cilindro. La razón era técnicamente obvia, pero entonces me interesó el proceso. Pedí hablar con el constructor, quien resultó, como era la costumbre, un hombre pragmático, “hecho en obra”.
Siempre sentí admiración por este tipo de profesional sufrido, “sin escuela”, por otra parte indispensable en la construcción de cualquier edificio y en la construcción de la sociedad toda. Pero una cosa es reconocer un esfuerzo, un mérito, y otra engañarnos. Sin obreros no se construyen torres, pero sin teóricos tampoco.

–No me explico –me decía C., entre perplejo y herido en su orgullo–, he construido decenas de tanques más grandes que éste y jamás tuve problema alguno.
–¿Tanques más grandes que éste?
–Sí, el doble más grandes que éste y con los mismos materiales.

Nuestro amigo había construido durante años tanques con el doble de capacidad. Es decir, tanques con más de veinte mil litros. Pero, casualmente, de alturas mucho menores. Evidentemente, podría haber construido tanques diez o cien veces más grandes. El tamaño no importa a los efectos hidráulicos. Lo que importa es la altura. Un delgado tubo de dos metros de alto ejerce progresivamente sobre sus partes más bajas mucho más presión que el Océano Pacífico a un metro de profundidad. Esto, que es obvio para cualquiera que haya tomado unas pocas clases de Física, no lo era para el experimentado hombre de obra.
El razonamiento del “hombre práctico” se revelaba demasiado simple. Una relación causa-efecto. Sin embargo, la intuición, que siempre tiene muy buen tacto, suele ser ciega. La cadena causa-efecto es, antes que nada, una construcción mental, y si omitimos o confundimos las causas, los nuevos efectos pueden ser desastrosos. Bastaría con observar los resultados de los conflictos mundiales. Sobre todo cuando quienes tienen la voz de mando en el mundo tienen al mismo tiempo una visión anacrónica de la realidad, del proceso histórico y se ufanan de su ignorancia en nombre de la acción. La ventaja de la construcción es que los desastres quedan a la luz; en la política, aunque haya una diferencia de cien mil muertos, simplemente se los justifica: los errores se convierten en convicciones y los muertos en héroes, mártires o simples efectos colaterales.
Normalmente tampoco coincide la percepción intuitiva de un problema con sus razones teóricas. En la creación de nuevas teorías es fundamental la intuición, pero cuando la intuición bajo el epíteto de “sentido común” se enfrenta a una teoría confirmada, por regla pierde. El sentido común suele ser una intuición o una percepción deformada por una práctica o por viejas teorías arraigadas en la sociedad y casi siempre superadas entre los llamados “teóricos”.
En mi breve experiencia como arquitecto “demasiado joven”, debí enfrentarme siempre con el prejuicio de orgullosos hombres “hechos en la práctica” de los años acumulados. Con frecuencia observaba la repetición de errores ad infinitum, salvados de la catástrofe sólo por la escala menor de las obras y por la generosidad del despilfarro de los más pobres.
En otra obra que dirigí en Uruguay para una empresa española, estuve un par de veces al borde de la tragedia. La última vez, varios operarios se salvaron poco antes de que reventara una enorme cámara de agua. Esta vez el error provenía de los cálculos originales de los técnicos de la empresa. Después de fallar en las pruebas de resistencia y de intentar en vano reparar el problema repetidas veces usando el mismo método, decidí rediseñar parte de la estructura aplicando únicamente conceptos teóricos.
Cuando a la mañana siguiente llegué a obra con los nuevos planos, el capataz (el jefe de obra) tomó dos frágiles bloques huecos que estaban indicados en el plano y, golpeando uno contra el otro, los deshizo. Con ironía, me preguntó:
–Arquitecto, ¿con esta mierda vamos a contener cincuenta mil litros de agua?
Cerré los ojos y le dije:
–Simplemente, hágalo.

Afortunadamente para mí, de esa forma se solucionó en dos días y con menos material un problema que llevaba un mes sin pasar las pruebas y las inspecciones del gobierno.
Unos años después mi padre sufrió un doble infarto y fue operado del corazón. Antes de entrar a la sala de operaciones, advirtió, con sorpresa y desconfianza, que el equipo de médicos estaba liderado por “muchachitos”. Esos muchachitos le sacaron el corazón, como en un ritual azteca, lo reconstruyeron durante horas y se lo volvieron a colocar en su lugar, devolviéndole de esa forma la vida. Mi padre, también un “hombre de práctica”, con su tendencia liberal a aceptar el valor ajeno, contó la anécdota con entusiasmo.
No hace mucho, un político norteamericano, molesto porque en las universidades se enseñaba una teoría que iba contra sus principios religiosos, propuso que sólo se enseñaran “hechos” y no teorías. Para eso se pagan los impuestos: para obtener resultados prácticos. Como todo político investido repentinamente de un poder excesivo, se mantuvo en la común superstición de que las leyes lo arreglan todo. El problema surge apenas nos preguntamos qué se entiende en historia o en física cuántica por hechos. La respuesta, sea cual sea, es, naturalmente, una teoría. O algo mucho peor: una hipótesis ligera, una opinión.
Si aceptamos que el arca de Noé es un hecho y la teoría de la evolución de Darwin es sólo una teoría, habría que decir que los hechos dependen de una fe y no de pruebas materiales, porque de la barca no quedan muchos rastros aparte de la referencia de las Sagradas Escrituras. Por otra parte, no creo que un religioso debiera molestarse porque alguien diga que para aceptar la historia de la barca de Noé es necesaria más fe que pruebas científicas. La misma fe que se necesita para afirmar que Noé puso en una barca a billones de especies animales y vegetales –incluyendo canguros, pingüinos y peces de agua dulce– sin recurrir, al menos, a la posibilidad de que haya metido sólo algunas que fueron “el origen a las especies” más diversas que surgieron después, evolución mediante. Por otra parte, lo que se puede probar no necesita de ningún acto de fe, razón por la cual no entiendo el celo y la competencia de algunos religiosos con respecto a las ciencias.
Está de más recordar que si eliminamos la enseñanza de “teorías” en las universidades deberíamos proscribir no sólo las Humanidades sino todas las ciencias, desde sus raíces. ¿O alguien piensa que el hombre ha llegado a la Luna practicando salto en alto?
Es común en la historia ver a artesanos y obreros de taller inventando objetos con admirables resultados prácticos. Sin embargo, estos “hombres de práctica” no fueron inventores gracias a su sentido común sino todo lo contrario: fueron hombres prácticos que construyeron con una imaginación teórica, superando fracasos en el esfuerzo de dar respuestas teóricas a problemas prácticos. Es decir, hombres y mujeres de teoría; problematizadores de la realidad, no simplificadores.
Recientemente un aventajado alumno de uno de mis cursos de literatura me hacía ver que en inglés common sense también se dice horse sense. Me llamó la atención el sinónimo en un pueblo que se ufana de su practicidad. En lengua castellana no decimos “sentido de caballo”, para referirnos al sentido común. Al menos en el Río de la Plata “entrar como un caballo” significa actuar con ingenua imprudencia. Sin duda que un caballo tiene más sentido común que cualquiera de nosotros. De hecho, en lengua castellana con frecuencia se dice que tener “sentido común” es tener “los pies en la tierra”. Como los caballos, que hasta duermen parados.


* Escritor uruguayo.

BAJTIN - Géneros Discursivos



Este linguista ruso elabora una teoría sobre el carácter dialógico del lenguaje en un intento por fundar una linguística del habla, internándose en un objeto de estudio que el linguista Saussure no abordó en profundidad. Para ello produce la noción de enunciado, limitado por su género de discurso, siempre orientado hacia un interlocutor y atravesado por valoraciones histórico-ideológicas. De esto se desprende una teoría de las relaciones humanas, para la cual es la mirada del otro la que otorga sentido a la propia existencia de un sujeto y la completa. En el diálogo, la voz de ese otro constituye a su semejante a través de la palabra propia, configurando una mirada donde el sujeto se reconoce en el otro tanto en las afinidades como en las disidencias. Bajtín plantea que el carácter dialógico del lenguaje puede ser ahogado o disimulado por un uso de carácter autoritario y monológico.

Los discursos que se producen cotidianamente en cada situación de la vida están configurados por ciertas pautas generales socialmente establecidas que forman tipos de discursos. A estos tipos generales Bajtín los denomina "géneros discursivos" definidos como conjuntos estables de enunciados que dependen de cada esfera de la actividad humana, caracterizados por una composición, estructura u orden del material discursivo, un estilo o recursos gramaticales y léxicos y un tema o contenido. En otros términos, cada esfera de la praxis produce un uso concreto de la lengua, con tipos estables de enunciados que al encadenarse entre sí, conforman la discursividad.

Bajtín clasifica a los géneros en simples o primarios, cuando se trata de comunicaciones directas, espontáneas y presenciales como las cotidianas (conversaciones familiares, diálogos de trabajo); y géneros compuestos o secundarios cuando la comunicación es indirecta, requiere de tecnología y el discurso se reelabora mediante la utilización de géneros primarios (conferencia, novela, investigación científica, medios masivos).


Este autor plantea que el signo no sólo refleja un sentido sino que refracta sentidos, es la “arena” donde transcurre el combate social entre intereses económicos y culturales. Una palabra viva no es un sonido-lugar en una estructura, un hecho de la lengua: las palabras no son neutras y sin connotación afectiva, moral o política, sino que constituyen hechos del habla, parte del torrente de la vida. Para Bajtín el signo no constituye una abstracción definida por una posición y una diferencia asociada a un fonema, sino un hecho material, concreto e histórico.

¿Por qué ANALISIS Y PRACTICA DEL DISCURSO ACADEMICO?

Introducción

Los sujetos, desde el inicio mismo de la cultura, significamos nuestra experiencia a través de formas simbólicas, entre otras cosas, para hacerla intercambiable. Esa significación se produce a través de un “tráfico” de signos. El semiólogo U. Eco afirma que el signo constituye un instrumento de separación de la mera percepción, de la experiencia inmediata, imponiendo la abstracción. Elaboramos signos antes de emitir sonidos, de pronunciar palabras.

Allí donde se instaura una forma observable de intercambio de signos, existe una cultura, es decir, adviene el lenguaje. Es que somos, existimos y nos relacionamos a partir del lenguaje: a través de él es posible tener la primera organización del mundo, por él somos capaces de diferenciar objetos, reconocer sentimientos, describir situaciones y ubicarnos en la sociedad.

Somos en el lenguaje, nuestra realidad sólo puede ser expresada a través de él, aunque también somos de lenguaje, no existe pensamiento sin lenguaje, ni posibilidad de conocimiento. Todo acontecimiento, en tanto no sea estrictamente reductible a mecanismos naturales, es histórico, lo que incluye al fenómeno del lenguaje humano, que no es reductible a aquellos mecanismos y por tanto, lo definiremos como acontecimiento histórico que entra en relación con otros acontecimientos de este tipo.

El lenguaje sirve de vehículo al pensamiento, articulando conceptos (formas de la abstracción). Nombrar no es poner una etiqueta a las cosas, sino categorizar, organizar el mundo interno y externo, si es que cabe la diferencia. Son las palabras las que vehiculizan ese poder conceptualizador: crean los conceptos tanto como éstos requieren de las palabras.

El lingüista F. de Saussure afirma que seríamos incapaces de distinguir dos ideas de una manera clara y constante sin el recurso del lenguaje. Pese a su frecuente uso, este término es de carácter polisémico y ambiguo y los límites de su definición, en muchos casos, borrosos e imprecisos. Además, la multiplicidad y variedad de sus usos produce que el término lenguaje remita a un fenómeno que puede ser analizado desde muy diferentes perspectivas, en relación con muy diferentes tipos de situaciones y en referencia a dimensiones de análisis de variada naturaleza, numerosos aspectos teóricos, metodológicos, planos de abstracción y objetivos diversos.

El lenguaje se expresa a través de discursos que, según sus propios mecanismos de estructuración y reiteración, pueden ser recortados en diferentes -y a veces arbitrarias- clasificaciones. El concepto de discurso es uno de los más polémicos y conflictivos. Sus plurales acepciones hacen que sea preciso ubicarse cuidadosamente en algunas de las perspectivas más importantes para intentar alcanzar su complejidad. Si partimos de una mirada en sentido amplio, para empezar a precisar este término, haremos referencia a toda enunciación que supone un hablante y un oyente, y en el primero, a la intención de influir de alguna manera en el otro. Esto no supone la existencia de una autonomía del sujeto hablante, sino que éste se halla integrado al funcionamiento de enunciados, de textos, cuyas condiciones de posibilidad se articulan sistemáticamente sobre formulaciones ideológicas e índices específicos.

Es por ello que es preciso remitirnos al concepto de enunciación, ya que supone la conversión de la lengua en discurso. Es decir, condiciones de producción y circunstancias de comunicación: además del estudio de los fenómenos estructurantes de cada discurso, importa también dar cuenta de los mecanismos a partir de los cuales un sujeto se apropia de la lengua, la organiza, le otorga su propio matiz y posibilita desencadenamientos plurales del sentido; de allí la consideración de los fenómenos enunciativos. La relación entre la noción de discurso y la de enunciación es importante porque marca las relaciones discursivas en términos de efectos sobre los sujetos. Los discursos se instalan en la sociedad, vertebran y condicionan las relaciones sociales.